Meto las llaves con desgana en la cerradura y abro despacio la
puerta de lo que es mi casa desde hace tres años. Me independicé y bueno, eso
siempre tiene sus pros y sus contras. Recorro el pasillo entre tinieblas sin
encender ninguna luz, ya me lo conozco como la palma de mi mano.
Llego exhausta después de una tediosa tarde en el trabajo. Pero
todo ese cansancio se me olvida cuando entro a la habitación a oscuras, me
quito mis zapatos con mucho mimo para no despertarle. Y ahí está él. De cabello
anaranjado y unos ojos como platos, mirándome. En la inmensidad de la noche
solo se ven sus ojos, iluminados por una vaga farola con luz tintineante.
Se acerca a mí muy despacio. En esos momentos pienso para
qué tanta parafarnalia de entrar a oscuras y sin hacer ruido. Pero bueno eso a
fin de cuentas no importa.
Es tan frágil y a la vez tan fuerte, que todavía no entiendo
como dos cualidades tan opuestas pueden convivir en una misma personalidad.
Será eso lo que me cautivó de él.
Me siento en la cama y espero a que sea él quien venga a
saludarme. A fin de cuentas, todos los días lo hace, hoy no tendría porqué ser
diferente. Se detiene a unos veinte centímetros de mi regazo y se queda a la
espera de una caricia. -No entiendo como después de tanto puedes seguir siendo
tan meloso-, le dije. Y le ofrecí una media sonrisilla.
Extendí la mano y fue él quien acercó su cabecita en busca
de afecto. Este Bambú no cambiará nunca. Estos son los pequeños placeres de
volver una noche a casa. El caluroso recibimiento de mi felino de seis meses.
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